Los libros de autoayuda repiten que no debemos malgastar una buena crisis, que son momentos de oportunidad. Las crisis son momentos de cambio por las mismas razones que pueden serlo de conservación o de retroceso. Que nos decidamos por lo uno o lo otro es algo que no nos enseña ningún manual para salir de las crisis, sino que depende de las decisiones que adoptemos. Nada nos asegura el aprendizaje tras las crisis. Podría ocurrir que un mundo se hubiera acabado y que lo siguiéramos pensando con categorías de otro tiempo y gestionándolo como si nada hubiera pasado.
Cuando nos preguntamos acerca de cómo será el mundo después de la crisis del coronavirus, qué cosas cambiarán y en qué medida, es difícil separar la descripción de la prescripción. Dentro de un proceso de estas características, con su complejidad y en medio de desarrollos que acaban de iniciarse, sacar conclusiones es especialmente prematuro.
Me atrevo, no obstante, a aventurar que esta crisis, lejos de frenarla, fortalecerá la tendencia hacia un mundo de bienes comunes, por tanto, hacia un mundo más integrado en términos de regulación e institucionalmente. Pese a los retrocesos y reticencias, es la hora de lo común. La conciencia de los bienes y las amenazas que compartimos pone nuevamente de manifiesto que esos bienes y males colectivos sobrepasan la capacidad de los estados. Cada vez estamos menos en un mundo de estados soberanos yuxtapuestos y más en uno de espacios superpuestos, conectados e interdependientes.
Se está modificando la idea que teníamos de los bienes públicos, vinculados hasta ahora con una soberanía estatal que se encargaría de garantizarlos. Poco a poco tomamos conciencia de que se trata de bienes que no son divisibles entre los estados, que no se prestan a una gestión soberana sin provocar graves efectos perversos. Las crisis mundiales o los riesgos globales no afectan únicamente a las comunidades nacionales más directamente concernidas, sino al conjunto de la humanidad, por las consecuencias en cadena o los efectos derivados. En la medida en que son bienes comunes de la humanidad, los bienes públicos dejan de ser solamente bienes soberanos.
Uno de los interrogantes inéditos que nos plantea este experimento social involuntario de la pandemia es si entramos en un periodo de desglobalización o si la globalización continuará como hasta ahora.
Como consecuencia de la sacudida de la pandemia han vuelto a la agenda política las grandes cuestiones, yo diría que incluso con un punto de grandilocuencia, como si el futuro del mundo estuviera en nuestras manos de una manera que no corresponde a nuestras limitaciones. Se plantea un debate entre unos interlocutores que podríamos denominar los contraccionistas y los expansionistas, entre quienes defienden que esta crisis aconseja desglobalizar y quienes sostienen que hay que impulsar la globalización dotándola de las estructuras políticas adecuadas.
Mi posición personal es que hemos de redefinir las escalas y los niveles adecuados de gestión y producción: local, nacional, internacional, supranacional, transnacional, global. Esta crisis sanitaria ha puesto de manifiesto principalmente la fragilidad de la apertura global, tanto en lo que se refiere a esa movilidad que ha favorecido la extensión de la pandemia como a ciertas dificultades a la hora de hacerle frente cuando había que abastecerse de mascarillas o respiradores y comprobamos nuestra enorme dependencia en el suministro de bienes y servicios básicos (artefactos cuya producción habíamos deslocalizado y no parecían tener un especial valor añadido ni más relevancia para la seguridad que el sofisticado material militar).
Nuestra primera reacción es revalorizar los mercados regionales, interrumpir las cadenas globales de suministro, volver a las protecciones clásicas y la escala local; pero también hemos vuelto a valorar el cosmopolitismo de la comunidad científica, el fortalecimiento de una opinión pública global y las ventajas de la digitalización precisamente para que no se detenga todo.
Una de mis preocupaciones desde hace años es que debemos pensar en términos de complejidad sistémica y transformar nuestras instituciones para gobernar los sistemas complejos y sus dinámicas, especialmente cuando nos enfrentamos a riesgos encadenados, es decir, cuando múltiples cosas pueden salir mal juntas. ¿Cómo debería aplicarse esto a la empresa y sus deberes? Propongo, de entrada, un cambio en la manera de pensar que apuntaría en tres direcciones: pensar sistémicamente, prestar atención a las interacciones, a la interdependencia y entender que nuestro mundo ya no tiene alrededores.
En mi último libro, Pandemocracia, hago una reflexión filosófica de urgencia realizada en un momento excepcional de nuestra historia. Nuestros destinos están implicados hasta tal punto que compartimos una suerte común. La mundialización es una mezcla de bienes y oportunidades comunes, que nos potencia a todos y nos hace máximamente vulnerables. Es algo que se hace especialmente doloroso en los males comunes que, como las catástrofes, no conocen límites ni se detienen ante ninguna barrera.
El gran desafío para pensar el mundo contemporáneo y actuar en él se podría resumir en la idea de que quienes son afectados por una decisión deben ser, en la medida de lo posible, protagonistas de dicha decisión.
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